Cuando recuerdo los carnavales en el barrio donde vivía se me viene a la mente una serie de imágenes de la que era una fecha imperdible en la niñez. Y es que, junto con la patota del barrio, cada carnaval era impredecible. Frente al temor de jugar carnavales (nunca sabías con qué te iban a mojar, en dónde te iban a meter o con qué te iban a untar la cara) estaba también el deseo y el morbo por jugar con agua y todo aquello que sirviese. Todos sabíamos que por la noche, cuando las veredas aún mojadas y manchadas de pintura comenzaran a secarse, nos reuniríamos para comentar lo que había pasado, cómo habíamos jugado y quiénes habían sido el hazme reír del día. 

Los carnavales eran particulares tanto en mi barrio como en el edificio donde vivía mi abuela, donde la mancha mojaba no solo a la gente que jugaba con ellos, sino que, en el aburrimiento de estar situados en una zona donde no transitaba mucha gente, terminaban mojando a los locos calatos o las empleadas domésticas que, en su domingo libre, salían a pasear de taquito, faldita en tubo y blusita blanca con bobo. Era una persecución que tomaba su tiempo, pues ellas, al darse cuenta de su vulnerabilidad ante la mancha impía, se sacaban sus zapatos y corrían desesperadamente. Paro de contar, pues las pobres acababan en el suelo, sin taquito, con la falda remangada y la blusita blanca con estampados primaverales de pintura de colores y betún. Una salvajada.

Pero, volviendo a mi barrio, algunas veces, a los chibolos, nos gustaba jugar a lo que llamábamos “fusilamiento”. Se trataba, nada menos, que un paredón al cual condenábamos a “la regida” a un miembro del grupo, mientras el resto aguardaba con sus baldes de agua en frente con los típicos globos rellenos de agua. El condenado, o la condenada, pasaba al frente, daba la espalda a la pared y miraba hacia el ejército de disparadores, quienes a la voz de tres lanzábamos los globos, el agua, e incluso el balde mismo, mientras el condenado se convertía en víctima del cruel lanzamiento. Todos reían. Era lo más inocente y, por así decirlo, monse, que jugábamos bajo la atenta mirada de nuestros padres desde las ventanas. Sin embargo, había transgresiones y nuestro instinto primitivo afloraba inevitablemente.

En la cuadra, cada casa tenía en frente un jardín. Algunas otras no habían aprovechado este espacio y lo habían dejado como hueco. Cada febrero, estos se convertían en los temidos pozos, donde una mezcla maligna de agua, barro, hojas secas, pintura y, hasta decían, meada de borracho, era el lugar donde confluían nuestros miedos infantiles. Era una tradición, los grandes lo lo continuaban usando, pues era habitual que, en la tranquilidad de la tarde, se escucharan gritos y de pronto una procesión de cuerpos pintarrajeados sacara de una de las casas en hombros a alguna víctima para dejarla caer en esa empozada de marranos, mientras celebraba con saltos la hazaña. El pozo maldito era usado por todas las generaciones. Era una costumbre perversa con la que nosotros gozábamos también. Incluso mi hermana fue presa de uno de esos raptos por parte de la mancha del barrio y, lo que es peor, que en ese preciso instante pasaban en un auto unos reporteros gráficos de uno de los diarios más populares de los 80’s. Al día siguiente, la foto de mi hermanita sujetada de brazos y piernas, a punto de ser lanzada al pozo, era parte de la portada del diario con el titular “Carnaval en el barrio: así jugaron los limeños el último carnaval” ¡Qué roche!

Pocas veces pudieron meterme en ese pozo. Pero la mala suerte me la cobró cuando en un solo día lograron meterme tres veces. Y lo peor fue que las tres veces entraba a casa, me bañaba, me cambiaba, salía y ya tenía a la mancha viniendo a por mí. No los culpo, era su venganza.

Pero, sin duda, nuestro juego malévolo por excelencia era salir a la avenida y lanzar agua a los microbuses, autos y demás motorizados. Era la felicidad mayor conseguir atinarle a una ventana abierta, introducir la mayor cantidad de globos y chorros de agua y mojar a los pasajeros. Con el tiempo, el juego se iba perfeccionando, nos escondíamos en las esquinas y alguien nos avisaba cuándo era el momento ideal para que, cuando el microbús parase a dejar y recoger pasajeros, nosotros apareciéramos por asalto y, aprovechando las puertas abiertas, nos regocijáramos en el más cruel y pendenciero acto de mojar a la gente sin importar nada más que la satisfacción de ver alejarse el micro y a la gente refunfuñando, mientras saltábamos en hurras celebrando. Luego volvíamos al barrio, cargábamos los baldes de agua y globos y caminábamos dos cuadras para volver a encontrar otro micro que mojar en el paradero. Y así la pasábamos toda la tarde. Una y otra vez, aquella manchita compuesta por 10 mocosos de 10, 12 y 14 años, entre hombres y mujeres, incluyendo mascotas de 8 años, iba y venía como una tropa de ataque, una pandilla de figuras y colores disímiles pero con la idea clara de divertirse a costa de un remojón perverso.

Recuerdo particularmente una de aquellas tardes en que aquel juego se tornó diferente. Aquella vez, a alguien se le ocurrió una idea siniestra: “Oigan, ya aburre el agua, vamos a echarle algo más”. Y como si todos hubieran estado pensando en lo mismo, nos miramos unos a otros y dijimos sí. Otro añadió algo más siniestro aún: “Vamos al mercado, ahí hay algo más para recoger y le metemos, pe”. La pintura era fácil de conseguir. Era solo cuestión de mojarse las manos y frotarlas en las paredes de las casonas de la avenida (cuya pintura sobre el yeso de sus paredes se deshacía al contacto con el agua), luego sumergir las manos en los baldes y el agua tomaba color. Entonces fuimos al mercado, recolectamos residuos de los verduleros y carniceros: todo aquello que se pueda imaginar, con el respectivo olor que una tripa, un tomate putrefacto, un huevo podrido, una verdura marchita podrían emanar. Y todo eso iba a los baldes. El arsenal estaba listo entonces, los baldes llenos y las tapas cerradas para proteger el contenido.

Las enatru (nombre que se les dio por las siglas de la Empresa Nacional de Transporte Urbano) eran las más modernas y fachosas unidades de transporte para los 80's, y las más dignas para el viaje colectivo. Pero también eran las más difíciles de mojar, pues sus herméticas ventanas siempre estaban cerradas y contaban con ventilación en el techo que hacía dificultoso mojar por arriba a los pasajeros, además de unas puertas hidráulicamente manejadas que se cerraban rápidamente luego que el pasajero bajara. Eran grandes, espaciosas y cuando pasaban ante nuestros ojos las veíamos inalcanzables, impermeables y percibíamos a sus pasajeros felices y seguros. Todos querían viajar en enatru un domingo, porque iban rápido, no paraban en cualquier esquina y por ende, era fácil ver una siempre repleta de pasajeros.

Pero aquella tarde, el destino jugó a nuestro favor. Luego de mucho rato de estar sentados sobre nuestros baldes, y ya casi desanimados y frustrados por todo lo que significaba haber preparado ese arsenal macabro, una enatru apareció y paró en nuestra esquina, en nuestro territorio. Sus puertas traseras se abrieron para que bajasen unos cuantos pasajeros, mientras la puerta delantera se abría para dejar subir a otro grupo de personas, quienes demoraban un poco el avance del ómnibus, pues el chofer cobraba el pasaje a la subida. Entonces nos miramos todos y el líder del grupo, a quien llamábamos Zambo, y era el mayor, lanzó un aguerrido y ensordecedor: ¡Yyyyaaaaaaa! que todos secundamos en coro, como en los episodios épicos de las series de televisión que veíamos entonces. Lo que sigue lo recuerdo pasar lentamente: la mancha de 10 mocosos, cogiendo sus baldes, los pasajeros levantándose de sus asientos y gritando que cierren la puerta de atrás, empujándose entre sí con rostros de espanto (llevaban ropas dominicales, de esas que se usaban para ir a visitar a la familia y regresar por la noche). Y entonces nosotros íbamos corriendo hacia la puerta, los pasajeros que bajaban huían de la escena y de pronto nuestros baldes lanzaban sus contenidos putrefactos junto a ese líquido que para entonces se había tornado de un color indescriptible y un aroma fétido. Las tripas de pollo volaban entre las cabezas de las personas, las cáscaras de huevo caían sobre los peinados ochenteros de las señoras y las verduras marchitas saltaban por los aires. De pronto la puerta se cerraba y, como si fuera un tren que escapaba del convoy de indios del lejano oeste, la enatru se marchaba raudamente, mientras baldes vacíos en alto saltábamos y vitoreábamos nuestra hazaña. Habíamos cumplido nuestro cometido y qué mejor que con una enorme enatru.

Regresamos a nuestras casas riéndonos de toda esa tarde, de la enatru que vencimos y los pobres pasajeros llenos de tripas y mojados, cuando una turba de otro barrio nos agarró por asalto, betún y pintura en las palmas nos robaron nuestros baldes. Volvimos al barrio desarmados y agotados. Por la noche, cuando los mayores salían a buscar presas con sus “matacholas”, esas medias viejas llenas de yeso con las que golpeaban a las personas, nosotros nos sentamos al filo de la vereda y empezamos a comentar La hazaña de la enatru, que fue conocida por muchos carnavales más, pero que no volvimos a repetir, menos mal.

Irónicamente, hoy recuerdo esto cuando me he vuelto un detractor de los carnavales violentos y detesto el desperdicio del agua. Sé que algún día pagaré por haber formado parte de la historia asquerosa de aquella tarde de carnaval, pero eso ya será parte de otra historia por contar.