Bien podría ser el título de una de las más góticas películas charapas de todos los tiempos, pero se trata de una experiencia tan real como cualquier otra en torno al río más caudaloso del planeta: el respetable Amazonas. 

Conocí Iquitos, la tierra de mi padre, en enero de 2004. Era mi primer viaje fuera de Lima en que viajaba solo. A mis 27 años quería conocer a la familia paterna y recorrer los lugares que mi padre siempre me contaba. Como comerciante maderero, el viejo había recorrido casi gran trecho de los más importantes ríos navegables de nuestra amazonía. Para mí, las historia de lanchas, chatas y puertos era un tema que captaba mi atención de mocoso. Alucinaba siempre a Don Jorge todo un capitán de barco adentrándose en paisajes exóticos con esos cielos multicolores del atardecer selvático que aparecían en los cuadros que adornaban mi casa.

Yo nací en Pucallpa, la ciudad de la tierra colorada, un 13 de abril de 1975. Volver a la selva para mí era algo instintivo y natural. Era como volver a mi hábitat, pese a que haya vivido casi todo el tiempo en Lima. Pero, aun creyéndome un hijo pródigo de la amazonía, la propia naturaleza se encargaría de decirme lo contrario.

Con el pecho hinchado llegué a Iquitos una noche de enero, luego de un viaje que casi pierdo por descoordinaciones de la compañía de aviación y que, gracias al escándalo que hicieron los pasajeros por el miedo a viajar de noche a la selva – por las turbulencias, ustedes saben- se hizo posible. De saque, la cuota de peligro atravesaba mi visita.

Los planes para los 10 días contemplaban conocer la mítica ciudad del caucho, comer de su rica gastronomía y navegar el Amazonas hasta llegar a la triple frontera con Colombia y Brasil. Todo estaba bien planificado. Tenía que complacer, eso sí, a toda la familia que quería tenerme algunas horas o días en sus casas. Una de ellas era la familia paterna de primos y tíos con los que había crecido en Lima, en Pueblo Libre y San Miguel. Primos que no veía en más de 10 años y con los que había afinado el oído escuchando new wave y esas bandazas de los 80’s. Reencontrarme con ellos era quizá lo más emotivo de este viaje.

Como era de esperar, volver a ver a mis tíos y primos fue tan especial que decidí quedarme en casa de ellos un par de días. Lo primero que se les ocurrió para mi visita fue irnos de paseo por el Amazonas a los pueblos de Mazan e Indiana. Los nombres me parecían tan propicios para la aventura que inmediatamente acepté la propuesta. Partimos del puerto muy temprano para navegar por 45 minutos por enorme el río. Estábamos en un típico “peque-peque”, un bote de madera con motor y tablas para sentarse, sin techo ni luz artificial. Mis tíos lo habían rentado para que nos llevara y nos trajera de vuelta alrededor de las 5 de la tarde.

Pasaron unos minutos y el imponente Amazonas estaba bajo nosotros, amigable e inmenso (sentirse en medio de la selva y su majestuoso río era algo que no podía dejar de emocionarme la piel). Navegamos por más de 45 minutos a través de la floresta, escuchando el sonido del motor y de rato en rato introduciendo la mano en el agua para mojarme la cabeza y tocar el río.

Llegamos a Mazán, cuyo puerto, como la mayoría de puertos a lo largo de nuestro lado del Amazonas, es rústico, de palos y esencial. Luego de desembarcar los seis pasajeros, subimos a las mototaxis que nos llevarían al pueblo. El lugar era espectacular, una delgada vía de cemento en buen estado que atravesaba toda la selva y en cuyo camino se podía apreciar, cual safari, a los animales en plena libertad. Luego de 10 minutos, llegamos a Mazán, un pueblo sencillo, bastante elemental, dedicado a la agricultura e, inmediatamente contiguo, el pueblo de Indiana, a orillas del Amazonas, con un malecón natural de inmensos y milenarios árboles cuyos troncos podían medirse con una docena de personas entrelazadas alrededor.

Buscamos saciar el hambre en el mercadillo del pueblo y fuimos en búsqueda de una quebrada para refrescarnos. Grande fue la sorpresa al llegar al lugar, luego de caminar un largo trecho, y no encontrar nada, solo una quebrada seca y un triste puente que no tenía agua corriendo por debajo. En aquel momento nos la pasamos maldiciendo el calor, el clima y la estafa que la naturaleza nos hacía al mostrarnos una quebrada infértil, seca, sin un solo rastro de agua en el que pudiéramos refrescarnos. Nuestro paseo campestre familiar estaba perdido.

Mi abuela tenía razón cuando decía que nunca debías insultar a la naturaleza. Caminando desconsolados y de regreso al pueblo decidimos refrescarnos más bien en el bar de la esquina, y comenzamos con un par de cervezas San Juan que, gracias a la tecnología y la electricidad, estaban heladas. Así bebimos la primera caja cuando de pronto vi hacia el horizonte y recordé cuando de pequeño mamá gritaba “la ropa, recojan la ropa, va a llover”. Las cúmulo que se veían en el cielo estaban muy grises, casi plomas y un viento por ráfagas que sacudía las palmeras anunciaba la llegada de la lluvia selvática.

Y así fue que llovió y llovió como si el cielo hubiese escuchado nuestras plegarias y volviese a llenar la quebrada aquella de agua. Típico de costeño que no conoce lluvia, salí a ducharme emocionado en esa rica precipitación hasta regresar al bar más feliz, pero tembloroso como pollo remojado, y seguir tomando la vida. Estuvimos con los primos y los tíos durante un par de horas más recordando muchas anécdotas en Lima, mientras la lluviecita que tanto me había emocionado no paraba. Comenzaba a preocuparnos la hora, pues a las 5 de la tarde teníamos que estar enrumbándonos de regreso a Iquitos. Contábamos la tercera caja de cervezas y el cielo seguía tan gris que no parecía abrirle esperanzas al sol de la tarde.

Llovió una hora más y las calles ya eran riachuelos. No había nadie fuera de sus casas y ni un solo medio de transporte atravesaba la ciudad. La lluvia paró, el pueblo estaba en silencio y solo se escuchaba el agua descorrer por el cemento. En medio de aquel pueblo convertido en fantasma y con ese cielo aún gris nos paramos en una esquina, borrachos algunos, a esperar una mototaxi que nos llevara. Y nada. Absolutamente ni una sola aparecía al fondo de la calle. Cuando, a lo lejos, en medio de ese silencio apocalíptico, se oyó el sonido de una moto. En instantes apareció un hombre conduciendo una moto (no mototaxi) y, a juzgar por la velocidad con la que venía, iba a pasar inevitablemente por nuestra esquina. Y así fue que pasó, nos vio remamados y remojados y nos preguntó a dónde íbamos. El buen hombre se ofreció a llevarnos de dos en dos hacia el puerto. Iba, volvía, iba, volvía y así. Mis primos pesaban tres veces más que yo y tuvieron que hacer un gran ajuste para caber en la parte trasera de la moto. Cuando llegamos nos juntamos en el puerto y fuimos tras la balsa, el pata que la manejaba estaba en franco ataque de rabia, renegaba por nuestra tardanza de una hora (eran ya las 6 p.m.), que había perdido dinero pues debió hacer otros viajes, y gritaba que el río estaba crecido y muy movido por la lluvia, y que si nos pasaba algo íbamos a ser los únicos responsables. Aún borrachos y con el agua chorreando, permanecimos en silencio, reprendidos y metiéndonos a la balsa. Una pareja de jóvenes que se habían quedado sin transporte subieron con nosotros.

Partimos inmediatamente, con algo de luz aún. El muchacho que manejaba la balsa nos decía que era extremadamente peligroso navegar el Amazonas después de una lluvia como la que tuvimos, pues el río crece, se vuelve torrentoso y escarba árboles y troncos de las riveras, peor aun sí navegábamos contra la corriente, literalmente. El peligro no solo era topar la hélice del motor del bote con los troncos, sino ser jalados por los varios remolinos que se forman en el ancho río. Todo bien, pues teníamos aún luz y eso estaba a nuestro favor.

Cuando nos encontrábamos a mitad de camino, la chica que habíamos subido al bote gritó que había olvidado su DNI en el puerto y que tenía que volver urgentemente por él. Hubo un silencio, todos nos miramos y ella, con más susto que el nuestro, pedía desesperadamente volver. El muchacho que conducía ofuscando y refunfuñando que íbamos a morir giró el bote y nos llevó de retorno al puerto.

Nos tomó una media hora volver, recoger el bendito documento, y retomar el retorno a Iquitos. De pronto el cielo se nos manifestó en una maravillosa gama de colores, mientras el torrentoso Amazonas corría rabioso por debajo de nosotros. Ese espectáculo paradisiaco distraía nuestro miedo y nos brindaba el ocaso más hermoso, imponente y a la vez irónico frente al peligro. Saqué la cámara y comencé a tomar fotos del cielo, cuyos tonos rojo y naranja se iban convirtiendo en lila y morado. No acababa de asombrarme cuando el cielo se oscureció y la penumbra no dejaba ver el río. Desperté de mi estado ante el grito del muchacho que pedía que le indiquemos si había troncos a la derecha o a la izquierda.

Ante la imposibilidad del resto (pues aún estaban bajo los efectos del alcohol), el muchacho, que iba en la popa, pidió a todos recostarse en el bote para tener una mejor mirada del horizonte, me pidió ir a la proa y gritarle “tronco a la derecha” o “tronco a la izquierda”, según fuere el caso. De esta manera él podría esquivarlos. Me dijo además que gritara “remolino” si es que veía uno. Cómo explicar que en ese momento, ser un hijo de la selva y ser un hijo adoptivo de la ciudad me producía el mayor conflicto. Era como sentirme Mogli extraído de la selva y haber crecido en la ciudad todo el resto de su vida y, de pronto, volver a la naturaleza y sentir su fiereza, con ese panorama oscuro donde las sombras de las ondas del rabioso Amazonas me parecían troncos, ramas, remolinos. Mis únicos apagones habían sido los de la época de la violencia política en Lima y sobre el asfalto, jamás me imaginaba un gran apagón en medio de las turbulentas aguas del río más grande del mundo y después de una feroz lluvia. Ahí estaba yo, torpemente gritando “¡derecha! ¡no! ¡tronco a la derecha! ¡no, a la izquierda! ¡Puta, no veo! ¡Derecha, derecha!”. Así me la pasé un rato, mientras mi tío, que había despertado de su borrachera, estallaba en una risa inapropiada, sarcástica, borrachosa, diciendo “Cómo es posible que el hijo de un navegante del Amazonas no sepa dirigir un bote, jajaja…”. Me sentía inútil y aterrado en medio de esa pesadilla tan surreal en la que el propio Amazonas nos envolvía. Estábamos a su merced, nos creaba las imágenes que quería en su camino, mientras la selva cómplice dibujaba las siluetas monstruosas de los árboles en medio de la penumbra. Pensaba que la selva me estaba reclamando como su hijo y aquí no había historias de hijos pródigos que valgan. Me resistía a morir devorado por el río o por cualquier otro bicho que me saliera al paso. Le rezaba a San Juan.


última foto antes de la oscuridad y el peligro

El muchacho del bote, en clara desesperación ante mi incapacidad, me pidió sentarme junto al resto. Mi patética orientación acababa por desorientarlo y yo no podía hacer nada. Mi tío seguía riéndose. Fue así que los últimos 30 minutos se convirtieron en los más intensos del viaje, dependíamos del ojo de una sola persona en medio de la noche negra y convulsionada del Amazonas. El muchacho refunfuñaba, decía que eso era lo que él quería evitar, que éramos unos inconscientes y que debimos volver en plena lluvia al puerto y no esperar más. Yo veía cómo en el horizonte los rayos se cernían sobre la selva y solo quería que llegáramos al puerto de Nanay en Iquitos y volver a Lima cuanto antes.

De pronto divisé a lo lejos las luces de la ciudad de Iquitos. La lluvia se encontraba ahora allá. Nuestra mayor travesía estaba por culminar, pero aún faltaba lo más difícil: superar el encuentro de aguas del Nanay y el Itaya que forman el Amazonas. Si la lluvia aún estaba en Iquitos, ese encuentro estaba aun más revoloteado. Hubiera sido ya mucha ironía morir en frente a Iquitos cuando pudimos ser succionados por un remolino en el regreso.

Llegamos al puerto de Nanay casi a las 8 de la noche, desembarcamos dando gracias a la divinidad por tocar tierra de nuevo. No recuerdo el nombre del muchacho que nos condujo de regreso, habrá tenido unos 22 años más o menos. Me aproximé a él, le di un poco más de dinero y le estreché fuertemente la mano diciéndole “gracias ñañito”, a la manera tradicional selvática con que se expresa afecto.

Llegamos a casa, llamé a Lima para contarle a mis selváticos padres lo que había pasado. Se rieron de mí y en ese momento sentí que hasta la propia selva se había reído de mí, incluso el muchacho del bote. Pensé que todos habían preparado la mejor actuación de su vida, hasta la mismísima naturaleza. Vociferé que me regresaba a Lima, que no volvería jamás a pasear por el Amazonas. Mi tía me miró y me dijo “acá no acaba todo, hemos preparado una cena para ti”. Una mesa llena de los potajes más ricos de la selva se abría a mis ojos. Esa noche comí la vida. Nos reímos de lo que pasó y acabé con mis primos yendo a botar el susto al Noa, la discoteca más imponente de Iquitos. El miedo se despejaba entre cumbias, toadas y la belleza de esta ciudad.

En aquel viaje, el Amazonas me había enseñado a respetarle, pero también a amarle como nunca antes, más allá del miedo. La imagen de mi padre navegando y usando el río como su mayor transporte me alentaba a volver a subirme a una embarcación, esta vez rumbo al Brasil. Tema para otra historia.