La única vez que escapé de casa tenía apenas 9 años. Era el verano de 1984 y, para ese entonces, solo había caminado sin compañía unas siete cuadras a la casa de la abuela. Pero aquella vez tuve que escaparme con el simple objetivo de seguir a mi padre a su trabajo. 

Él era un comerciante maderero iquiteño que trabajaba en Lima desde los 10 años y aprendió a querer esta ciudad y recorrerla magistralmente a través de su historia y su presente. Su infancia y juventud en Barranco hicieron que sea el distrito que eligiera para mi bautizo católico y como el lugar al que siempre me llevaría a pasear y comer helados.

Mi padre se encargó de que yo amara caminar por esa Lima ochentera de ambulantes y calles inciertas. Me enseñó a cruzar sus enormes avenidas para llegar a los lugares a los que normalmente él iba. Y siempre prefería andar. Yo, hijo último de una precedencia de tres hermanas mujeres, me aburría terriblemente en casa. Él, consciente de mi sufrimiento, me llevaba a su trabajo en cuanto podía. Yo era absolutamente feliz jugando entre las tablas, usando los pedazos de madera y el aserrín para construir mi universo de castillos, autos y naves espaciales. A la hora del almuerzo, mi padre me llevaba junto con los operarios y carpinteros al restaurante de la esquina, donde yo comía en medio de la conversación de adultos sin preocupación alguna por su parte. Me sentía un adulto más y seguía siendo feliz.

Pero había de aquellos días en que yo no podía ir a la maderera, pues podía convertirme en un estorbo para él. Entonces, me quedaba en casa a contar las horas para volver a verle. Y es que mi viejo era mi pata, me gustaba que me contara las historias de los lugares a los que íbamos, como su pasión por los museos y el Centro Histórico, pero también me entretenía escucharlo cantar mientras caminábamos o su manera peculiar de silbar a las mujeres sin caer en lo chabacano. Imagino la figura de aquel hombre gordo caminando por la calle con su flaquísimo y larguirucho hijo de la mano y como yo llevaba guayaberas y el short casi a la altura del pecho era demasiado improbable pasar desapercibido.

Fue entonces que una de esas mañanas decidí escaparme ingenuamente de casa e ir a la maderera tras mi padre. Ya conocía el camino. Sin embargo, un niño de 10 años andando solo en las calles de Lima (en el trayecto entre La Victoria y Breña) estaba muy expuesto a un peligro que iba desde la mordedura de un perro, un accidente de tránsito, un coche bomba o un secuestro. Con todo, ese día aproveché el mínimo descuido, salí y cerré cuidadosamente la puerta de casa y Lima se abría ante mis ojos salvaje, pero a la que tenía que combatir de alguna manera. Solo tenía en mente caminar sin parar y cruzar bien las avenidas. Pasé el Parque de la Reserva, entré en el barrio de Jesús María, mientras comenzaba a sentir la mirada de las personas adultas sobre mí entre curiosas y algunas otras desconcertadas. Yo seguía mi camino rápido, sudaba, me repetía a mí mismo: ya falta poco, ya falta poco. Crucé Salaverry, luego la Brasil, un perro me ladró, pero estaba entre las rejas de una casa. Ya estaba en Breña. Una señora, quizá viendo mi rostro y aspecto me quiso ayudar preguntándome si estaba perdido y yo respondí que no, que en la siguiente cuadra estaba mi papá esperándome y seguí caminando. Para mí pasó una infinidad de tiempo, pero para mi madre fue una eternidad dolorosa. La desesperación se apoderó de mi casa, pues los adultos sabían muy bien el peligro que yo me podía haber corrido.

Cuando llegué a la maderera, sudado, respirando agitado y con rostro de sobrevivencia mi padre vino corriendo hacia mí y me cargó, me abrazó y me besó con la emoción que no me esperaba entonces. Mi madre había llamado desesperada minutos antes para contarle que yo me había perdido, que me había salido de casa y no sabían a dónde me había ido. En medio de mi torpeza infantil no era consciente del gran susto en el que había sumido a mi familia entera.

Mi padre no me reprendió, solo me dijo que había sido bastante valiente, pero que esa valentía no debía repetirse, pues las calles eran demasiado peligrosas para un niño. Y entonces me compró unas galletas y me sentó en la oficina. Volvimos a casa por la tarde y mi madre me recibió también con el mismo entusiasmo, aunque creo que se aguantaba las ganas de darme una zurra por desobediente y tarado.

Treinta años después recuerdo esta travesura como una hazaña, pero más aún como un revés de la vida misma. Mis padres, hoy con todo un ciclo a cuestas, también se me han perdido, se me han extraviado en una ciudad que no deja de ser voraz, y hoy no solo para los niños o para los adultos mayores, sino para cualquiera. He pasado el mismo susto con ellos cuando han salido a la calle y no han vuelto en todo el día o no se han comunicado por alguna razón (hay mucha agresión en esta Lima postmoderna). Y cual padre, yo también tuve que pensar qué decirles ante esta situación. Mi madre me dijo la vez que se “perdió”: “Ya ves, así se sufre cuando tú te largas a la calle hasta el día siguiente”. Sabias palabras de mi vieja que, fuera de lo irónico, me dejan una lección: uno se preocupa y cuida porque ama aun cuando haya confianza, y cuando la preocupación y el cuidado no existan es porque ya no existe tampoco eso que luego acabamos llamando amor de padre. Algo inimaginable.

Mi padre pronto cumplirá 77 años y sufre de Alzheimer, y pronto, él y mi madre cumplirán 50 años de casados. Quise escribir esta crónica para dedicarla a la memoria suya, aquella que en algún lugar de sus remotos pensamientos yace y aún vive. Pero, por sobre todo, sé que este domingo será feliz de vernos juntos. Amor no le faltará.