De todos los escenarios que recuerdo de la infancia y la adolescencia, ninguno ocupa mayor espacio que el barrio donde viví. Las imágenes que tengo siempre me remiten a mi casa en La Victoria, en cuya azotea, de mediana altura, me la pasaba contemplando todo lo que podía ver tanto de mi barrio mismo, como de la ciudad de Lima.

Dependiendo del clima, siempre conseguía ver los cuatro puntos referenciales que me daban la idea de esa Lima inmensa, donde para mí, La Victoria era el centro: los cerros de El Agustino, por el este; los cerros del Rímac, por el norte; el Morro Solar, por el sur; y el infinito litoral, por el oeste, que a veces se llenaba de nubes que, según la estación, formaban incontables figuras y colores al atardecer.

A ese mismo techo subía cada vez que, en la época del terrorismo de los ochentas, había apagón en la ciudad. Entonces iba a ver cómo quedaba todo a oscuras y cómo de pronto en los cerros se dibujaba con antorchas la temible hoz y el martillo. Y ahí me quedaba viendo todo, escuchando el murmullo de una ciudad a oscuras, con sonidos de sirenas a lo lejos, del barullo de carros y gente que en el barrio se gritaba o llamaba por silbidos.

Mi barrio era, al margen de todo, apacible. Y digo al margen de todo, pues estaba ubicado en medio de dos calles que, por mucho tiempo, se conocieron como las más peligrosas: Renovación y Huascarán. Yo vivía en la cuadra siete de Luna Pizarro, una calle ancha con veredas amplias y espacios para los árboles y jardines.

Ahora que lo pienso, mi cuadra resumía todo ese aspecto victoriano que caracterizaba al distrito: su tradición y popularidad. Teníamos un típico callejón de un solo caño a mitad de cuadra, compuesto de casas de quincha donde solíamos cazar arañas para hacerlas combatir después entre sí. Habían también cinco quintas, esa versión mejorada y remozada de lo que antiguamente había sido un callejón, solo que cada casa tenía un servicio independiente, había un suelo enlosado en el corredor y las plantas y flores siempre adornaban las puertas de donde, cada mediodía, emanaban los aromas propios de esos almuerzos caseros que las mamás preparaban. Había además las casonas de techos altos, aquellas reminiscencias de los inicios del distrito, a comienzos del 900, algunas de ellas de dos pisos de altura. Contrastando se encontraban las casas más contemporáneas de estilos diversos. Y no faltaba el típico corralón, como le llamábamos. Un espacio intrincado en donde vivían varias familias y que, a diferencia de los callejones, tenían callejuelas interiores donde se encontraban las habitaciones.

Los personajes de este barrio eran por demás disímiles y a la vez semejantes. Teníamos como vecinos a una familia de descendientes japoneses que vivían en un edificio casi hermético, no hablaban con nadie y cada vez que abrían la puerta del garaje aprovechábamos para tratar de ver qué había dentro. Y también estaban las abuelas de la cuadra, esas que lo habían visto todo, generación tras generación. Eran quienes se levantaban más temprano y se encargaban de dar los buenos días, mientras pasaba el lechero golpeando una botella con una vara, anunciando su llegada. Todas ellas de diferente carácter. Las bonachonas, las renegonas, las engreidoras y las que simplemente ya no hablaban. Pero había también de las chismosas, aquellas que vivían pegadas a la ventana o a la escoba y, so pretexto de mantener la vereda limpia, aprovechaban para escuchar y verlo todo.

Yo vivía en una casa de dos pisos, ubicada a mitad de cuadra, desde cuyo balcón se podía ver casi todo lo que aconteciera en el barrio: los carnavales de barro y agua, el panadero llegando al caer la tarde con su bocina en mano y su triciclo, suscitando tanto interés como quien trae buenas noticias. Los pequeños se arremolinaban mientras él atendía a quienes ya lo esperaban con las bolsas vacías. El olor a pan fresco, a budín y a rosquitas se le colaba a uno en las narices. Pero también divisaba, desde el balcón, los juegos que todas las noches convocaban a los chibolos del barrio.

Comencé mi vida de barrio tímidamente con la gente que vivía en la quinta de al lado de mi casa y posteriormente, gracias a mi vecino y amigo de infancia, a los demás muchachos y muchachas de la cuadra. Siempre me pareció que vivía en un barrio privilegiado. Todo quedaba cerca. El mercado, el colegio (yo estudiaba en el Centro de Lima), el trabajo de papá, el colegio de mis hermanas, la casa de mi abuela (también en La Victoria) y con ella las de todas mis tías. Si bien es cierto, nunca tuvimos un espacio propio para jugar, las pistas de Sebastián Barranca o Unanue nos servían perfectamente como escenarios abiertos, desde la pichanga, hasta las clásicas chapadas, pues no transitaban muchos autos por ahí y menos los fines de semana.

Para nosotros, el único parque al que podíamos ir era la Plaza Manco Cápac, donde solíamos ir a pasear con nuestros viejos, a jugar entre el pasto y los árboles, o a intentar llegar a la estatua del primer inca y ver si el mito urbano, que decía que aquella inmensa escultura (donada al Perú por la colonia japonesa al conmemorarse los 100 años de la independencia nacional) tomaría vida si la tocábamos, era verdad. Que yo recuerde nadie pudo llegar a tocar su base. Pero nos gustaba sentarnos en la pirámide que soportaba al gran inca, y corretear a su alrededor. En aquella plaza, antiguamente, existía un televisor, donde se transmitían los partidos de fútbol y otros programas por horas. Muchos cómicos ambulantes, por su parte, se presentaban a los pies de la estatua de Manco Cápac para hacer reír a los transeúntes. Fue en dicha plaza también que presencié la primera pelea callejera entre dos barrios, la gente de Bolívar contra la gente de la uno de Manco Cápac, el motivo: el amor de una mujer. En ese entonces nos subimos al monumento para tener una mejor visión de la bronca, pero al final nunca hubo pelea alguna, pues la policía llegó a tiempo y dispersó a todos. Esta gran plaza siempre fue el centro de todos los barrios y calles que la circundaban y conformaban el corazón de La Victoria. La gente de Iquitos, la de Canta, la de Humboldt, la de Bolívar, la de Huascarán, la de Renova, la de Saenz Peña, la de las cuadras uno, tres y cinco de Manco Cápac. Uno podía encontrarse con todo el mundo en las procesiones del Señor de los Milagros, cuando la plaza era toda una fiesta y todos confluían ahí para encontrarse, charlar y finalmente persignarse y rezar durante la «guardada» de la sagrada efigie en la Iglesia de Nuestra Señora de las Victorias. Alguna vez un famoso animador de televisión eligió esta plaza para, desde un helicóptero, arrojar dinero a las personas reunidas en ella, quienes recorrían toda la plaza buscando monedas y billetes que veían caer desde lo alto.

Por otro lado, cuando eres pequeño y vives en un barrio como el que me tocó vivir, aprendes a manejar tus miedos, pues te vuelves más atento y prevenido. Sin embargo, uno de mis mayores y permanentes temores era, sin duda, los locos que existían en la calle. Nunca supe si eran antiguos victorianos o en su tránsito insano habían recalado en La Victoria, lo cierto es que los había tan diversos y cada uno causaba un efecto diferente que ya eran parte del barrio mismo.

En la cuadra uno de Manco Cápac, en el edificio de mi abuela, había un loco al que llamaban el Loco Fierro, era alto, delgado, sus ropas oscuras llenas de mugre y grasa se confundían con su piel igual de manchada. Era un loco agresivo y siempre andaba con un fierro en la mano al que debía su nombre. Se sabía que en sus raptos de violencia atacaba a diestra y siniestra con aquella vara larga y pesada. Existía también el Loco Huevo, cuya insania se traducía en una desnudez total que mostraba sus genitales al aire libre. No es difícil imaginarse a las horrorizadas mamás tapándoles el ojo a sus hijas cuando el loco aparecía por las calles. La Loca Tilín, era la más rara, recolectaba las javas de frutas vacías y las cargaba, nadie sabe para qué ni por qué, pero así andaba y andaba por las calles. El Loco Risitas era el más cómico e intimidante de todos, se sentaba en la berma central de la avenida Manco Cápac, al pie de las palmeras, y, como si a uno lo conociera, miraba fijamente a los ojos para de pronto soltar una risa que más parecía una cruel burla, como si leyera los más profundos secretos o descubriera que eras tan o más loco que él. Cada uno de ellos desaparecía con la noche, tal vez refugiados en una esquina, un callejón o un basurero, y volvían a salir al día siguiente con el sol. De cualquier manera, formaron parte de una época específica hasta que una vez dejé de verlos, poco antes de despedirme definitivamente del barrio. Paradójicamente, fueron ellos mi último recuerdo de aquellas épocas.

Hoy he vuelto a La Victoria luego de 14 años, en los cuales acabé mi carrera y me fui a vivir al extranjero. He vuelto y lo primero que hice fue reencontrarme con mi mejor amigo de la infancia y pedirle que fuéramos juntos al barrio. Y así hemos ido hoy. He visto a mis viejos amigos de la adolescencia, con quienes pasamos miles de cosas que han quedado grabadas en el suelo, en las paredes, en nuestras retinas treintañeras y hemos vuelto a ser felices. Muchos de ellos ya se casaron y trabajan establemente. Otros, como yo, se mudaron y se fueron a vivir a otro lugar, pero volvían de cuando en cuando. De pronto, mientras los oía recordar cada anécdota miré hacia mi antigua casa, la veía más pequeña que entonces, miré el balcón del que solía mirar cada tarde y donde me sentaba a hacer las tareas, porque era como estar y no estar en casa, y me daba esa sensación de libertad que cuando eres adolescente quieres tener por sobre todo. Miré también esas veredas en donde solíamos jugar a Kiwi, Bata, Escondidas, Lingo y otros tantos emblemáticos juegos de una generación que no conocía mayor pasatiempo que el juego colectivo y la interacción con ese espacio materno al que llamábamos barrio. Ese espacio donde aprendimos a formar un grupo y donde, sin proponérnoslo, pusimos a cocinar nuestros temores, anhelos y penas en una preparación que, mágicamente, se sigue cocinando y de la cual nos servimos cada vez que invocamos ese pasado de barrio, tan vigente como esa eterna juventud que pude sentir hoy en la emotiva mirada de mis viejos amigos.