Para quien vive en Lima, ciudad costera que se extiende entre 50 y 100 metros sobre el nivel del mar, subir a sus cerros puede significar una actividad menos arriesgada hoy en día, donde muchísimas familias viven desafiando la altura y la actividad sísmica propia de la capital. Hay miradores instalados en diferentes puntos, desde donde se puede ver la nueva configuración de una ciudad que va creciendo sobre sus antiguos edificios, dibujando diferentes siluetas en el ocaso. 

Quienes crecimos en la época más plana de la Lima moderna, nos conformábamos con ver cómo esos cerros grises, estériles, eran solo parte del paisaje capitalino. Treparlos y, con suerte, llegar a sus cumbres, era simplemente una actividad propia de exploradores o de tempranos aventureros. Sin embargo, cuando nos dimos cuenta, Lima ya vivía en ellos, producto de la explosión demográfica tras la migración a la ciudad en los años 50. Algunos de ellos, incluso, estaban totalmente cubiertos, desde sus faldas hasta sus cumbres, por casas de uno, dos, tres y hasta cinco pisos. Proeza frente a la necesidad de encontrar un espacio en medio de la marginalidad.

Salir a tu ventana y ver aquellos cerros llenos de multicolores viviendas, te hacía pensar en cómo se veía Lima desde arriba, desde esa precariedad, mucho más alto que cualquier edificio mal llamado rascacielos, con solo 20 o 30 pisos, ubicado en el Centro o en Miraflores y, particularmente, sumidos en esa pobreza emergente que te saltaba a la vista. 

Yo estudié en el centro histórico de Lima, en un colegio tradicional ligado a su etapa republicana. El llamado “glorioso y centenario” Colegio Lima San Carlos. Su mérito: ser el colegio particular más antiguo de la ciudad, fundado en 1872 por un grupo de educadores alemanes. Una tradición que se mantuvo hasta los años 70 y cuya administración, hacia los años 90, había entrado en franca decadencia, al punto de perder la emblemática casona que lo albergara por décadas. Al brillante director no se le ocurrió mejor idea que recurrir a sus imaginarios patrios y clavarnos 5 años de instrucción premilitar (mucho antes que lo hiciera el gobierno de Fujimori), en aras de recuperar la disciplina que antaño, bajo la ley de la palmeta, le había dado prestigio. Vestíamos corbata guinda y cristina con galones, nuestros cortes de cabello eran “pre militares” también. 

Ya en manos de nuestros instructores tuvimos que soplarnos las benditas “marchas de campaña” en cada aniversario del colegio. Si no era hacia el Morro Solar, al pie del Océano Pacífico, era hacia el bendito Cerro San Cristóbal, a pocos minutos del Centro Histórico. Efectivamente, las marchas de campaña eran eso, marchas donde íbamos en filas cantando por las calles esos sonsonetes que glorifican la marcialidad, la virilidad, el patriotismo en el más claro derroche de testosterona: “todos los hombres tienen en el pecho la alegría/ y dos cuartas más abajo el cañón de artillería/ todas las mujeres tienen en el pecho dos limones/ y dos cuartas más abajo la cueva de los leones”.

Para aquel octubre de 1989, nos tocó ir al San Cristóbal, ese inmenso promontorio y apu protector de Lima, con una cruz que coronaba su cima y que de noche se iluminaba. En sus faldas, el otrora primer barrio marginal de un cerro hacia los años 20, Santa Leticia, era un conglomerado de casas de todos los materiales que lo vestía en sus casi 360 grados. Llegar a su cima era el objetivo de nuestra primera marcha de campaña. Así que nos reunimos en el mítico Paseo de Aguas de La Perricholi, a los pies del cerro. La marcha comenzó cuesta arriba entre cánticos, vivas, la mirada extrañada de los pobladores. Yo me preguntaba si esa extrañeza era por nuestra presencia o porque simplemente no estábamos tomando el camino que normalmente tomaban los peregrinos que subían a la cruz de la cumbre.

Integrábamos el grupo un promedio de 100 alumnos de secundaria y comandado por el auxiliar y el teniente del Ejército Peruano, a quien llamábamos “instructor”. No sé qué idea teníamos nosotros, los directivos del colegio o el mismo instructor pre militar. Pero el camino que habíamos tomado no era el correcto de ninguna forma. Literalmente estábamos trepando el cerro, más que realizando una “marcha de campaña”. Subir entre piedras impulsándote y tratando de aprovechar espacios en la pendiente no tan amigable del San Cristóbal no era nada seguro. Y todo por la terquedad de quienes nos dirigían. Hubiera sido mejor seguir subiendo por el camino que va bordeando el cerro y cantando los estúpidos sonsonetes que trepar con el riesgo de cualquier accidente, pues nadie iba detrás de nosotros, menos aun un personal médico o de primeros auxilios. Así era siempre. Lo que pasaría en la cima un rato después confirmaría esta descripción. 

Con el sol de las 11 de la mañana, que disuelve esa neblina de Lima y se hace insoportable, y el sudor chorreándose en esas caras renegridas de tierra, íbamos subiendo. Un grupo de alumnos de 1ero de secundaria entró en pánico por el vértigo y algunos retrocedimos para avanzar con ellos y subirlos con el grupo. En verdad, aquella escena era tragicómica, pues mientras algunos reían y otros se la daban de grandes exploradores, no advertían las miradas de horror de quienes estaban detrás, al final, casi abandonados a su suerte aferrados a una piedra y mirando con pavor el espectáculo de los autos pasando como bichos en las pistas a cientos de metros abajo, formando parte del sonido de la ciudad un sábado por la mañana. No animaba tampoco saber que si querías escapar de esa locura tenías que atravesar uno de los barrios más peligrosos del Rímac, con sus recovecos y callejuelas sin dirección.

Llegamos a la cima, una hora y media después del inicio del recorrido. 400 metros abajo, Lima nos mostraba su lado más feo: sus techos tan mudos, llenos de basura, abismo todo lado, una cruz de cemento llena de focos, velas y flores, una casa abandonada, tierra y polvo. De pronto comencé a sentirlo todo. La cabeza me zumbaba, escuchaba las voces del profesor de historia hablando sobre Lima, el cerro y la cruz. Hasta que rompí filas y me metí en aquella casucha a vomitar la vida entera. Vomité y vomité sin conseguir mejorarme de ese vértigo que me hacía explotar la cabeza de mareos y lo peor es que ni a mil metros de altura me encontraba. Ni si quiera los niños a quienes auxiliamos en la subida estaban peor que yo para entonces. 

Intenté salir y ponerme a la fila de nuevo cuando nos hicieron pasar por la casa abandonada. Yo escuchaba a la gente diciendo: “Mire, profe, han vomitado aquí”, y el profesor diciendo: “sí, debe haber sido algún borracho del pueblo joven que subió”. Trataba de contenerme, hasta que no aguanté más y vomité sobre mi compañero que me daba la espalda. Pablo Diaz era uno de los mejores amigos que te gustaría tener el colegio. Con amplia correa, nunca se molestaba con nadie y nadie lo molestaba en mala onda. Su cabello crespo le hizo ganar el mote de “Canchita”, con el que lo llamábamos de acá para allá. Esa mañana vomité sobre Canchita con la pena de quien le mete cabe a su propio hermano en una pichanga. Nunca supe de dónde salía tanto vómito ese día, pero su mochila, cuello y hasta zapatos quedaron bañados en el vómito del flacuchento al que inexplicablemente le dio vértigo en el Cerro San Cristóbal. Ese era yo, acabando con la solemnidad de quienes habían logrado llegar a la cima cual literal hazaña. Lo que siguió después era el olor a alcohol que alguien me trajo en medio de un círculo de boquiabiertos que miraban con esas caras de “¿qué pasó?” y otros aguantándose la risa. 

De todo lo que al buen Canchita le habían dicho, nada se comparaba a haberlo vomitado ante todos, pero como buen pata supo jugar con la situación y todo se volvió una anécdota más en segundos. Veinticuatro años después, volví a encontrarme con Canchita. Supe, entre otras cosas, que radica en Colombia, que está bien y que es todo un papá emprendedor. Pero también, fue gracias a él que recordé esta historia que casi quería (inconscientemente) olvidar. Canchita se acordaba hasta de lo que yo había comido la noche anterior a aquella mañana. Entre muchas historias que recordamos, le prometí inmortalizarlo, en clave de reparación, contando esta historia, gracias a la cual, además, me reconcilié con la vergüenza de haber sufrido de un absurdo soroche en el “pequeño” cerro San Cristóbal, al que hoy cómodamente todos subimos, en combi o auto particular (y próximamente en teleférico), para continuar viendo a Lima aun más gris desde arriba.